Mi hija tenía ocho años.
Teníamos perro en casa... gansos, gato y perico. Toda esa fauna. Llega mi hija y me pide tener otro perro que trae abrazado. Ya saben: con esos ojos mezcla de agonía, dulzura y travesura. Dije no en automático -según yo, siendo amoroso. Lo que respondió junto con su ceño fruncido fue: “Malo”. Así me sentí todo el día.
Una amiga me regala su última novela y otros dos libros de su autoría. No la leo. Soy una mala persona. Leo en cambio, otras cosas que que quiero y hay otras que esperan. Y allá en el fondo, la buena persona que hay en mi, se siente culpable. Mi amiga, ni en cuenta. Se que acabaré por leerla.
Estoy con Geo y me queda media hora con ella antes de llegar al aeropuerto. La hemos pasado de lo mejor; bien, muy bien y llega el momento de despedirnos. Desde mi perspectiva , quisiera ir al aeropuerto ahora, en silencio, guardando el perfume del recuerdo, un beso y un “te quiero” antes de salir del auto. Esto atenuaría el dolor para mi. Pero ya saben, las chicas vienen con su manual y se pone triste, no quiere que me vaya, habla, habla, me besa, me abraza, hace planes y...han pasado 45 minutos; estoy tenso por la salida del vuelo. Pero como soy una buena persona, le sigo. Besos, más abrazos y ya no estoy tenso, estoy enojado.
Esto de ser una buena persona es una paradoja: Si me soy fiel a mi, me puedo quedar solo. Si soy fiel a los demás puedo traicionarme.
El punto es ser una buena persona sin caer en lo que los existencialistas llaman: mala fe, es decir, sin venderme o traicionarme.
Ni hablar no soy un ángel.
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