lunes, 5 de marzo de 2012

Preguntas para marzo: la familia



Hola a todos: 

Sin pensarlo mucho, propusimos desde diciembre a la familia como tema para marzo. Curiosamente, ayer domingo fue el "Día de la Familia". 

Pero nuestro objetivo va más allá de las efemérides. Por eso les planteamos las preguntas de este mes para que escriban, comenten, compartan:

La familia

  • ¿Cómo es mi relación con mis familiares?
  • ¿Los conozco realmente?
  • ¿Qué tanto le debo a mis padres por ser como soy?
  • ¿Cuánto tiempo dedico a convivir realmente con mi familia?
  • ¿Cómo es mi relación con mis hijos?
  • ¿Familia real o familia elegida?
  • ¿Qué onda con la adopción?

¿Qué es la felicidad?

Para responder a la pregunta «¿qué es la felicidad?» (planteada en el mes de enero) les comparto un cuento de Clarice Lispector que creo que responde bien a esa cuestión, y más que poner la felicidad en palabras, la invoca.

Felicidad clandestina
Clarice Lispector

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.

No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.

Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".

Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.

Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.

Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.

Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.

Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.

Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.

Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!

Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija:

—Vas a prestar ahora mismo ese libro.

Y a mí:

—Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido?

Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.

¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.

Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.

A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

viernes, 2 de marzo de 2012

La tentación maquiavélica

Excelente artículo sobre el poder de nuestros hábitos y cómo estos dictan nuestras acciones aun más que nuestra voluntad o nuestro deseo (está en inglés, sorry).

The Machiavellian Temptation

By David Brooks

Tomado de The New York Times.

In the 19th century, there was a hydraulic model of how to be a good person. There are all these torrents of passion flowing through you. Your job, as captain of your soul, is to erect dams to keep these passions in check. Your job is to just say no to sloth, lust, greed, drug use and the other sins.

Sermons could really help. They could help you identify sin. Preachers could exhort you to exercise the willpower you need to ward off temptation.

These days that model is out of fashion. You usually can’t change your behavior by simply resolving to do something. If that were true, New Year’s resolutions would actually work. Knowing what to do is not the same as being able to do it. If that were true, people would find it easier to lose weight.

Your willpower is not like a dam that can block the torrent of self-indulgence. It’s more like a muscle, which tires easily. Moreover, you’re a social being. If everybody around you is overeating, you’ll probably do so, too.

The 19th-century character model was based on an expansive understanding of free will. Today, we know that free will is bounded. People can change their lives, but ordering change is not simple because many things, even within ourselves, are beyond our direct control.

Much of our behavior, for example, is guided by unconscious habits. There’s been a lot of research over the past several years about how our habits shape us, and this work is beautifully described in the new book “The Power of Habit,” by Charles Duhigg, a reporter at The Times.

Researchers at Duke University calculated that more than 40 percent of the actions we take are governed by habit, not actual decisions. These can range from what products you buy in the grocery store to when you want sex. Habits are ingrained so deep in the brain that a patient with brain damage sitting in his living room can’t tell you where the kitchen is, but if he is hungry, he can get a jar of peanut butter out of the pantry.

Researchers have come to understand the structure of habits — cue, routine, reward. Duhigg’s book is about people who have learned to instill habits in other people or replace bad habits with good habits.

For example, in the early 1900s, only 7 percent of Americans owned toothpaste. But Claude Hopkins, who was trying to sell Pepsodent, learned that a harmless film naturally coats teeth. In ads, he told people they needed to get rid of the film if they want to have a lovely smile. The film served as a cue for tooth-brushing. A decade after Hopkins’s ads, 65 percent of Americans owned toothpaste, which was good for oral hygiene, but not for removing film (toothpaste doesn’t actually remove it).

You can change the habits of your employees. The football coach Tony Dungy instituted a series of practice drills so that, during a play, each player would look for a specific cue and then react automatically by rote. This way he didn’t have to pause and think. Starbucks instills a series of routines that baristas can use in moments of stress, say if a customer starts screaming at them.

You can change your own personal habits. If you leave running shorts on the floor at night, that’ll be a cue to go run in the morning. Don’t try to ignore your afternoon snack craving. Every time you feel the cue for a snack, insert another routine. Take a walk.

This research implies a different character model. If the 19th-century model implied a moralistic captain steering the ship of the soul, the new character model implies a crafty Machiavellian, deftly manipulating the neural networks inside.

To be an effective person, you are supposed to coolly appraise your own unconscious habits, and the habits of those under your care. You are supposed to devise oblique strategies to alter the triggers and routines. Every relationship becomes slightly manipulative, including your relationship with yourself. You’re marketing to yourself, trying to arouse certain responses by implanting certain cues.

This is sort of disturbing. I’d just emphasize something that peeps in and out of Duhigg’s book but that is often lost in the larger advice culture. The important habitual neural networks are not formed by mere routine, nor can they be reversed by clever triggers. They are burned in by emotion and fortified by strong yearnings, like the yearnings for admiration and righteousness.

If you think you can change your life in a prudential way, the way an advertiser can get you to buy an air freshener, you’re probably wrong.

As the Victorians understood (and the folks at Alcoholics Anonymous understand), if you want to change your life, don’t just look for a clever trigger. Commit to some larger global belief.