domingo, 15 de enero de 2012

Padres culposos



Les comparto este artículo del escritor Enrique Serna, aunque aún no es tema, pero creo que vale la pena.


Padres culposos

por Enrique Serna
Gran parte de los padres que ahora tenemos cincuenta años no pudimos construir familias modelo, ni  matrimonios para toda la vida. En la sociedad moderna, el divorcio ya no es una anomalía, pero de cualquier modo sigue teniendo un efecto psicológico negativo sobre los hijos. Ellos son los que pagan el pato cuando nuestros anhelos de plenitud amorosa  o la simple búsqueda de salud mental  nos obligan a romper una relación de pareja que los niños creían inmutable y eterna. 
El daño a terceros es el argumento más fuerte que la moral judeocristiana y la moral burguesa esgrimen  para condenar el divorcio. Los conservadores creen que una pareja mal avenida debe hacer de tripas corazón  con tal de criar a una prole sana y feliz, pero la experiencia demuestra que  muchas  parejas de antaño  llegaban a las bodas de oro con una tremenda carga  de neurosis, frustración y resentimiento. A fin de cuentas, el rencor acumulado en 50 años de convivencia forzosa resultaba mucho más dañino para el resto de la familia que una ruptura oportuna.
Muy pocos adultos liberales nos embarcaríamos en el matrimonio si no tuviera una puerta de salida. Saber que en cualquier momento podemos darlo por terminado contribuye, quizás, a oxigenar el amor con bocanadas de libertad, a  recordarnos que estamos unidos a nuestra pareja por una decisión libre y no por un equívoco sentido del deber. La cadena perpetua sirve para disuadir a los criminales, no para unir a los amantes. Cuando estampan su firma en un acta de matrimonio, los cónyuges modernos saben  que tienen una alta probabilidad de separarse  antes de la muerte, más aún si son
jóvenes y han vivido poco.
Por consecuencia, deberían estar preparados psicológicamente para mitigar los efectos del divorcio  en las relaciones con sus hijos. Pero yo no conozco a nadie que tenga esa preparación y en cambio he visto expandirse como una pandemia  el síndrome del padre culposo,  que ataca principalmente a los divorciados y los coloca frente a sus hijos en una posición de inferioridad moral. Nos guste o no, los padres somos figuras de autoridad, y quien no cree tenerla  tampoco puede ser un buen educador de niños. Algunos padres  tratan  a sus retoños como si haber tenido un fracaso amoroso los condenara a pedirles disculpas toda la vida por la falta cometida contra la institución familiar. Esa debilidad les complica más aún la tarea de criarlos, porque todo niño se vuelve  un tirano frente a un padre que no está muy seguro de su autoridad. Para colmo, los padres de mi generación,  alivianados hasta la ceguera,  quieren educar a sus hijos sin rudezas ni castigos, evitando en la medida de lo posible los gestos autoritarios, para evitarles a toda costa los traumas que ellos creen haber contraído cuando les dieron un par de nalgadas por mearse en la cama. Cuando sobreviene el divorcio, su  estricto apego a los preceptos de la técnica Montessori se vuelve aún más firme y nocivo. Los resultados de esta pedagogía blandengue están a la vista: una generación entera de niños insoportables y chantajistas que explotan hábilmente las culpas de sus padres  para convertirlos en subordinados.

Para ejemplificar el calvario que viven a diario los padres culposos refiero dos casos de mi entorno cercano. Una mujer de 45 años, divorciada y vuelta a casar, perdió a su segundo marido por permitir que su hija de diez años lo insultara diariamente llamándolo gordo, imbécil y ruco. Nunca se atrevió a exigirle que lo tratara con respeto, porque según  decía a sus amigas “no quería causarle más conflictos después del daño que ya le había hecho con el divorcio”. El marido insultado terminó hartándose de tantas humillaciones y ahora la tolerante mamá ya tiene en su haber dos divorcios, un estigma redoblado que seguramente aumentará el poder de la niña despótica.
El otro caso es el de un amigo que a los 55 años había encontrado el amor de su vida, una mujer madura y guapa que lo invitó a vivir a su casa. Mi amigo cooperaba con los gastos y todo iba bien hasta que volvió de Inglaterra uno de los hijos de la señora. De inmediato desaprobó el romance de su mamá y exigió que el intruso quedara excluido de las fiestas familiares. Resultado: mi amigo tronó con la mujer que “no le daba su lugar”, como dicen las secretarias.
¿Quién le dio alas a esos tiranuelos? La culpa de los pobres infelices  que en la adolescencia se escondieron de sus papás para gozar de la vida y ahora, en plena madurez, padecen el yugo de  los adorables engendros  que llenaron el vacío de poder dejado por sus abuelos.

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