por Guillermo Vega Zaragoza
Lo
confieso: soy un gordo. Siempre lo he sido, desde chiquito. Provengo de una
familia donde se comía bien y abundantemente. Los platos y los vasos siempre
eran grandes. En cada comida, después de dar cuenta de la sopa, el arroz con
huevo y dos guisados, acompañados de pan o tortillas y agua de sabor, mi madre
siempre decía: “¿No quieres unos frijolitos?” Debo decir que nunca me negué a
los acompletadores. Y para cerrar con broche de oro, el postre: pastel o gelatina
o flan o galletas. Para doña Consuelo, mi madre (que Dios la tenga en su santa
gloria), alimentar a su prole era una de sus formas de demostrarles su amor. Me
imagino que muchas madres eran y son como la mía.
Así,
desde siempre. Si a eso le añadimos que, en general, en mi familia somos de
buena estatura, pues ya se imaginarán que siempre tuvimos que batallar con eso
de las tallas de ropa. Desde que estaba en la primaria, teníamos que buscar mis
camisas y pantalones en la sección de caballeros. Hoy la tengo que pedir por
Internet desde Monterrey, en una tienda virtual que se llama (brujos,
adivinaron) “Ropa para Gorditos”, porque aquí en la Ciudad de México no hay
tiendas especializadas en tallas grandes (me dice una amiga que hay una en el
Centro Histórico, pero no voy a andarme metiendo en ese berenjenal nomás para
comprarme unos calzones).
Pero
aunque ustedes no lo crean, el hecho de ser gordito no me ha provocado ningún
trauma grave ni estoy resentido con la sociedad porque me haya rechazado. Bueno,
cuando era adolescente, pensaba que las chicas no me hacían caso porque estaba
pasado de peso. Y entonces me impuse una rigurosa dieta y salía a correr todas
las mañanas. Así logré bajar 13 kilos en un mes. Me compré ropa nueva y me
lancé a la conquista de las chavas que antes me habían despreciado. Pero ya que
una de ellas me dio el sí y empezamos a andar de novios, le pregunté por qué
antes no había aceptado mis lances. “Fue porque estaba gordito, ¿verdad?”, le
dije. Pero ella respondió algo que me dejó frío: “No, la verdad es que nunca me
importó que estuvieras o no gordito. Lo que me decidió a darte el sí fue que te
conocí mucho mejor y me gustó tu forma de ser. Por eso.” Incrédulo, insistí
pero ella corroboró lo que ya me había dicho.
Órale.
Entonces resulta que a ciertas mujeres no les importa si tienes el cuerpo de un
Adonis o de un tamal oaxaqueño, sino que tengas buen carácter y buenos
sentimientos. Aunque volví a subir de peso y me convertí de nuevo en el gordito
simpático que siempre he sido, he podido comprobar que, en efecto, a pesar de
lo que nos plantean los infomerciales televisivos, las personas podrán tener la
fantasía de poseer un cuerpo escultural, pero en la realidad prefieren a su
gordito o su gordita, que es real, que en realidad los quiere y son
correspondido. Imagínense: ¿de qué serviría tener una mujer con el cuerpo de
Niurka, pero con su pésimo carácter y falta de escrúpulos? En cuanto les haya
sacado toda la lana o haya saciado sus bajos instintos, a volar, gaviotas, y
que venga el siguiente incauto.
Lo que sí nunca voy a soportar es a la gente que se vuelve "policía del peso" de los demás, esos que incluso antes de que los saludes ya te están diciendo "¿subiste de peso, verdad?" O si comes con ellos te están llevando la cuenta de las tortillas o los panes que te empacas. Y si te atreves a pedir que te dejen tragar a gusto es que siempre te salen con el cuento de que "te lo digo por tu bien, pero si te vale, allá tú". Sin embargo, me he dado cuenta que la mayoría de estos metiches ¡también están gordos!, o son ex gordos, o han llevado cuanta dieta encuentran, casi siempre sin éxito, por su falta de voluntad. Nunca me ha tocado que alguien que siempre ha sido flaco se inmiscuya con el plato de los demás.
Todo
esto viene a cuento porque la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición, realizada
por el Instituto Nacional de Salud Pública (INSP), revela que el 70 por ciento
de los adultos de nuestro país tiene algún grado de sobrepeso y obesidad, y que
el ritmo de crecimiento de esta cifra, pasó de 34.5 por ciento en 1988 a 70 por
ciento en 2006, cosa que no se ha visto en ningún otro lugar del mundo y que
constituye un verdadero problema de salud pública, porque no sólo los adultos
sino también los niños y los adolescentes ya están presentando ese problema,
pues están gordos el 26 por ciento de los niños de cinco a 11 años de edad, lo
que representa un incremento de casi 40 por ciento en relación con el índice de
1999, cuando era de sólo 18.6 por ciento. En los adolescentes, el sobrepeso y
obesidad afecta a uno de cada tres individuos.
La encuesta resalta que este aumento de la obesidad en el país es
alarmante, y que “es urgente aplicar estrategias y programas dirigidos a la
prevención y control de la obesidad del niño, el adolescente y el adulto".
Las autoridades de Salud insisten en recalcar el riesgo que representan el
sobrepeso y la obesidad para el desarrollo de otros padecimientos crónicos,
como la diabetes, que ya es la primera causa de muerte en la población general;
las afecciones cardiacas y la hipertensión arterial, entre otros.
Veamos
entonces: siete de cada diez adultos mexicanos son gordos. Es más, de acuerdo
con la ley de la probabilística, lo más seguro que usted sea un lector gordo.
No se haga, de nada le va a servir meter la panza, todos ya nos dimos cuenta.
El primer paso para superar un problema es aceptarlo, así que dígalo bien
fuerte y acéptelo: “Soy un gordo”. Una vez que ya aceptó la realidad y no la
sigue negando, lo siguiente es decidir: ¿Soy feliz así o no? Si lo es, pues lo
felicito aún más, pero si no lo es, ¿qué espera para poner manos a la obra y
cambiar su situación?
Desde
luego, lo primero es poner hincapié en que la principal causa de la obesidad
son los malos hábitos alimenticios. Es cierto, todos debiéramos comer carne,
frutas y verduras, y bla, bla, bla. Pero seamos realistas: ¿a cuántas personas
les alcanza el sueldo para dar de comer a su familia e incluir todos esos
alimentos, si todo está cada vez más caro y los sueldos cada vez son más
raquíticos? Luego está la cuestión del tiempo. A muchas personas apenas y les
da tiempo de echarse una torta de tamal y un atole al iniciar la jornada y ya
en la tarde echarse unos tacos, una torta o unas gordas con un refresco en
algún puesto callejero.
Y también está el asunto de la comodidad y la pereza. A
ver, usted, señora, no se haga: ¿cuántas veces ha preferido comprarle al niño
una Maruchan en la tiendita de la esquina en lugar de hacerle una rica sopita
de verduras, dizque porque “no le dio tiempo de ir al mercado y ya es bien
tarde”? Es más fácil destapar un refresco que hacer un agua fresca de limón o
de jamaica.
Es
decir, muchos somos gordos porque queremos, pero muchos, muchísimos más, están
gordos, porque no les queda de otra. Cuando las autoridades de Salud alertan
sobre el problema también deberían tomar en cuenta que la obesidad no es tan
sólo un asunto de decisión personal sino estructural y sistémico (chin, ya me
salió lo académico). Para que me entienda usted, obeso lector, mi prójimo, mi
hermano: usted puede cambiar si lo quiere, pero también hay que cambiar la
forma en que la sociedad está organizada para evitar que estos situaciones se
vuelvan incontrolables. Y eso, no es sólo responsabilidad de las personas, de
los ciudadanos comunes y corrientes, sino sobre todo de los gobernantes y de
los empresarios, que también deberían contribuir a resolver este tipo de
problemas de salud pública, antes de que sea demasiado tarde.
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